Algunas localidades, por su mayor tamaño y por ser la capital administrativa de una zona, se convertían en focos de atracción para los jóvenes del entorno —al menos alguno de los días del Carnaval—. Uno de los más significativos fue Agurain. Los Carnavales de esta villa fueron los más importantes y espectaculares de La Llanada.
En estas fechas al Mozo Mayor se le tenía un gran respeto; el resto de mozos obedecía todas sus órdenes. Llevaba el bastón de mando. Los dos mozos más jóvenes hacían de alguaciles o jurados. A la hora de comer, los jóvenes tenían que servir la mesa; después, comían ellos.
Para poder aprovisionar sus despensas festivas en ocasiones se apropiaban de lo que las mujeres habían depositado en las ventanas norteñas, para su refrigeración, a veces también sacrificaban algún animal. En una ocasión llegaron a matar un carnero.
En la mañana del lunes, desde muchos pueblos de los alrededores (al menos desde Ilarratza hasta Egino) acudían los jóvenes con sus propias carrozas. Había una gran variedad de disfraces e instrumentos musicales.
Las carrozas eran carros tirados por bueyes o caballos, adornados con ropas estrafalarias y ramajes. En ellas iban los jóvenes más juerguistas, representando alguna escena cómica; los demás iban por detrás de la carroza. Las carrozas se reunían en la plaza de San Juan —en su lugar asignado— y hacían un desfile por toda la Calle Mayor hasta la iglesia de Santa María. Algunos jóvenes acudían para todo el día, por lo que llevaban la comida; otros, sólo por la tarde. Algunos iban disfrazados; no era extraño que acudieran con escobas, golpeando con ellas a los presentes.
El “Martes de Carnaval”, por la mañana, no faltaban los jóvenes a la misa; teniendo que ayudar los alguaciles a la misma. En ese día, los jóvenes invitaban a comer al cura y al alcalde.
Por la tarde, los jóvenes se vestían de “Porreros” (antiguamente se les denominaba “Morrokos” o “Porrokos”), con pieles, trapos viejos, sacos, etc. El rostro lo cubrían con caretas o lo llevaban pintado. Otros iban desnudos de cintura para arriba, con el cuerpo y la cara pintados, “como si fuesen moros”; no se les reconocía. No faltaban algunos chicos que salían con sayas de mujer. Entre los personajes habituales no solían faltar la “Vieja”, la “Oveja”, la “Cabra”… Portaban cencerros, cencerrillas, cascabeles, carracas. Perseguían a los niños con “zumas” (mimbres con los que hacían las cestas), látigos hechos con crin de caballo o putxikas. Arrojaban ceniza, harina o salvado a los espectadores.
A los dos jóvenes más fuertes se les uncía, a modo de bueyes; para ello se les ponía el yugo sobre los hombros y, tras ellos, llevaban un carro. Sobre el carro transportaban un pellejo con vino. Donde había gente, se paraban para beber vino. En el carro colocaban una nasa, hecha con paja de centeno y zarzas peladas, y en ella iba el predicador, vestido de cura; él era el encargado de decir el sermón y pregonar lo que se haría a lo largo de la jornada. Antaño, sobre el carro llevaban al Hombre de Paja, al que se le acusaba de todos los males acaecidos en la población. A este personaje lo ejecutaban en una hoguera o con un enorme petardo.
Según cuentan, en algún tiempo salía el “Porrero” con un pellejo de vino hinchado a la espalda, sobre un saco de tela doblado, colgando de su espalda. El pellejo lo sujetaba por la parte superior, llevando la parte inferior atada al cuerpo. La cara la tenía pintada de negro y rojo. Este personaje representaba a todo lo negativo. Le perseguían y golpeaban, sobre todo por las olbeas de San Juan, aunque también llegaba hasta Santa María. Terminaba la función cuando lo expulsaban de la villa o lo metían en la cárcel (al parecer, era la versión viviente del Hombre de Paja).
La hoguera la hacían con enebros o aulagas. También hacían antorchas con estas plantas, y con ellas recorrían la villa. En la hoguera quemaban todas las plantas con las que habían adornado a los carros.
La juventud del entorno disfrutaba del baile y del ambiente festivo, permaneciendo en la villa hasta el toque de oración. En ese momento todos se tenían que quitar la máscara, en cumplimiento de las Ordenanzas de 1892.
Por Carnaval bajaban los jóvenes de los pueblos anejos a Agurain. Acudían disfrazados (sobrecamas, etc.). Los de Agurain les recibían en el Portal de Rey. Les ofrecían un pellejo de vino para que festejasen el Carnaval.